El ruido de los petardos excita a los hombres y acojona a la mayoría de las mujeres. Es la noche de San Juan. Hay hogueras esparcidas por la playa, son como pequeños puntos naranjas rodeados por personas hipnotizadas por la luz. El mar en su incansable acecho a las costas continúa lanzando olas, intentado alcanzar la tierra. Parece una masa negra, imponente en toda su extensión. El ruido del romper del agua contra la arena se mezclaba con los ridículos gritos femeninos y las carcajadas masculinas.
No me acuerdo si había luna llena, pero lo que sí sé es que la temperatura era la perfecta y el estado anímico del grupo, también. Era la cuarta noche que pasábamos en Salou y cada tarde llegaba la decisión crucial: ¿qué hacer?
Llegamos a la playa y nos hicimos paso entre la multitud enloquecida por el fuego y los cohetes. En un círculo nos pusimos a hablar (bueno, en realidad gritábamos porque era imposible hacerse escuchar entre tanto bullicio). En un momento dado alguien dijo:
-Estaría bien bañarse. Ahora. En el mar.
Seguidamente se escucharon las risas burlonas de las demás, excepto la mía. Dijeron que era una locura y que se les iba a correr el maquillaje y a rizar el pelo. Entre sus voces me levanté. Permanecí allí de pie un buen rato. El cielo estaba negro y yo era incapaz de ver las estrellas. Eso es muy triste. Si alguien se levanta y no puede ver la estrellas, se siente desorientado. Entonces vi el mar, color ébano, oscuro, misterioso, voraz; la plena naturaleza ante mis ojos. “Allí sí que las veré”.
Sin pensármelo, empecé a quitarme la ropa muy rápido, como si tuviese la necesidad de zambullirme en el agua cuanto antes. Corrí hacia ese inmenso gigante negro que en aquel momento me pareció una gran mandíbula con ansias de tragarme. La arena al principio estaba seca y hasta casi templada. Cuanto más me acercaba a la orilla más húmedo se volvía el suelo. El contacto con la mar hizo que un escalofrío recorriese mi cuerpo, pero no tenía frío. No paré hasta que el agua me cubrió las caderas. Sentí cómo el mar mue acariciaba. Notaba cómo las olas me abrazaban. Aquella magnitud al tacto era suave y cálida y el reflejo de la luna dejaba ver sus rugosidades. El ruido de los petardos quedaba lejos, las voces, los gritos... Yo estaba en el mar. La tierra detrás de mí seguía su vida, como si mi marcha no hubiese significado nada. Pero daba igual porque ahí estaban estáticas, fieles como cada noche, las estrellas.
Entonces la cabeza se me llenó de cosas. Me acordé de mis abuelos, de mis padres y hermanos. Imaginé todas las cosas que quería hacer ese verano, de lo que tenía planeado para el futuro. Pensé hasta en filosofía, en la religión, en la suerte que tengo de vivir. Pensé en la muerte. Aquel lío mental fue curiosamente una liberación, ahora veía las cosas claras. Y tras un breve silencio en mi cabeza, pensé en la libertad. Para mí aquello era libertad. Para mí aquello era felicidad. El mar me acunaba y el ronroneo de las olas era una nana.
Extendí los brazos y miré hacia arriba. Allí estaban las estrellas y yo era el público que las admiraba. Más tarde, me paré a pensar en aquellas personas que vieron a la luz de la luna a una joven en medio del mar, en posición de cruz y en ropa interior. Más acojonante que un petardo.