jueves, 16 de mayo de 2013

Generaciones



La primera vez que fui a visitarla me dijo que quería morir. Yo no le creí. Y ahora que está muerta quiero escribir lo que no supe decir, lo que no pudo escuchar.

            En la merienda nos sentábamos de espaldas a la puerta del comedor. En la mesa siempre me ponía a su izquierda. Las galletas tardaban en deshacerse en su café lo que me costaba ponerle el babero y coger la cuchara. Los restos de comida y saliva se mezclaban entre las arrugas de las comisuras de sus labios.

            No sabía quién soy y yo sé bastante poco de ella. Prefería el puré de calabacín al de patata, le calmaba escuchar a Jacques Brel y le agradaba más estar al sol. Luis Cernuda solía acompañarnos los domingos. Mala idea aquella tarde de verano en la que se me ocurrió comprarle una piruleta de chocolate. Y no llevé servilletas. Fue peor que un niño, manchó hasta el arnés de la silla de ruedas. Silla que antes había sido utilizada por otro, un antiguo marinero, que confundió en su día un estanque con el mar y un capullo de rosa con un trozo de comida. Después de tantos años, paseos y sentadas al sol, uno de los frenos estaba aflojado y yo ponía mi pie debajo de la rueda.
            No soportaba el olor de su cuarto; aire espeso, oxidado como sus articulaciones, tan muerto como su mirada. Una habitación con hedor a pañales y a dentadura, y un crucifijo en la pared como un colchón para mi mente. Su inocencia inconsciente era una escapada sin salida, una partida con la mirada hacia el cielo con los ojos cerrados.

            Mi padre solía unirse a media tarde con el periódico bajo el brazo. Se sentaba al lado de su madre y me preguntaba qué tal la tarde. Nunca hubo novedades y mis meteduras de patas estaban a salvo. A veces la peinaba, le ponía bien la chaqueta o le subía los calcetines. A mi padre también le gusta Jacques Brel. Él tampoco soporta el olor del cuarto. Y él sí la conocía bien, sus refranes, sus mejores recetas y sus manías.

            Allí estábamos los tres sentados al sol. Mi padre leía el periódico, mi abuela tenía la vista perdida en algún punto del suelo y yo les miraba mientras escuchaba Ne me quitte pas. Han pasado más de siete años. Después llegaron las visitas a otras residencias, a los hospitales, a los tanatorios y a los cementerios. Ahora me doy cuenta que la siguiente generación son los padres, que en mi caso, ya son abuelos.

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